La experiencia en cooperación al desarrollo a veces se torna en una frustrante sensación de cooperación al desarrollo corporativo. Tendríamos mucho que beneficiarnos de un aprendizaje mutuo.
Planta 32 de una moderna torre de oficinas de negocios en el distrito financiero de la Ciudad de México. Los ocho representantes de varias asociaciones civiles y fundaciones de asistencia privada hemos sido convocados para conocer los nuevos valores corporativos de una empresa que nos ha otorgado donativos en el pasado para los proyectos de desarrollo social que realizamos entre las comunidades más desfavorecidas en el entorno de esta gran urbe, en su mayoría proyectos de educación, de generación de empleo, asistenciales, o de capacitación.
La empresa que nos recibe, nos explican, está viviendo una gran transformación de su cultura institucional para adaptarse a sus nuevos socios mayoritarios, un fondo de inversiones transnacional que ha adquirido su negocio. Y nosotros, nos indican, estamos siendo invitados a asumir esta nueva cultura corporativa en nuestras instituciones si queremos seguir como beneficiarios de los proyectos de responsabilidad social que se vayan a realizar a partir de ahora.
Caras de intriga. Sigue una larga presentación sobre la importancia de los fondos financieros globales como gestores de las grandes empresas de servicios públicos y privados, sobre el futuro del mundo corporativo, los productos financieros y sus valores en bolsa, etc. La mayoría de los asistentes, personas comprometidas con proyectos humildes de desarrollo sostenible entre las comunidades marginales en las que nos desempeñamos, nos sentimos un poco abrumados por un lenguaje, unos conceptos y unas cifras que no forman parte de nuestra realidad cotidiana: nuestros presupuestos se cuentan por miles, no por millones…
En México, las OSC (Organizaciones de la Sociedad Civil) son más bien escasas: se estima que hay cerca de 35mil en todo el país, de las que poco más del 10% obtienen anualmente la certificación necesaria como “donatarias autorizadas” para poder emitir recibos desgravables a sus donantes. En comparación, Colombia, por ejemplo, cuenta con más de 135 mil OSC, Estados Unidos con un millón…
El marco institucional no hace fácil la labor de las OSC en la sociedad mexicana, que las somete a todo tipo de escrutinios fiscales y documentales para asegurar el buen cumplimiento de sus objetos sociales y el manejo adecuado del dinero que gestionan. Para llegar a sentarnos hoy en esta mesa hemos recorrido un largo camino, y conocemos bien las trabas con las que nos enfrentamos a diario para poder desarrollar nuestra labor en condiciones sociales complicadas, a la vez que exigidos por un sistema burocrático que tradicionalmente sospecha de las iniciativas de la sociedad civil, amén de las dificultades que supone intentar captar donativos en un entorno económico tan desigual como el de la sociedad mexicana.
Continúa la instrucción acerca de los valores que la empresa espera de nosotros: en primer lugar, eficacia, así como transparencia e integridad. Gobierno corporativo, nada de proyectos personales: el mundo de hoy no lo gobiernan personas, sino corporaciones, afirman. Y, sobre todo, resultados. Necesitamos poder mostrar, en cada paso, resultados medibles, objetivos, y verificables. Lo que no se documenta, no existe. No queremos escuchar un relato de las actividades que hayan realizado entre sus comunidades, nos dicen: no nos interesa saber cuántos niños se educaron en sus centros, cuantas becas hayan pagado, cuántos empleos hayan promovido. Queremos que nos demuestren el impacto que hayan generado mediante sus proyectos, y que nos midan los cambios sociales resultantes.
Las caras de los asistentes se van tornando más apáticas, y sus miradas, abatidas. Las necesidades de las comunidades que atendemos ni siquiera son mencionadas. Y mucho menos se reconoce la experiencia – vasta – de las personas presentes en la reunión, personas que llevamos años trabajando codo con codo con las comunidades marginadas en las que nos desempeñamos, que conocemos de primera mano su situación de exclusión social, y el entorno de violencia y de rechazo en el que viven.
Sigue la instrucción: hoy, las empresas necesitan ver crecer su valor en bolsa para poder responder a sus inversionistas. El compromiso con proyectos de responsabilidad social corporativa, nos indican sin mucho disimulo, añade valor social a la compañía. Por eso les apoyamos: porque nuestro objetivo final es añadir valor a nuestra marca. La filantropía, sentencian finalmente, no tiene lugar en el mundo corporativo de hoy. Estamos hablando de dinero, un dinero que tiene que producir resultados medibles, y que de be ser manejado de forma que satisfaga los deseos de nuestros inversionistas.
La reunión se va a acabar: si tienen alguna pregunta, tenemos cinco minutos para atender sus dudas, pues el tiempo apremia, y nos esperan para otra reunión de trabajo. Entiendan, por favor, que les estamos brindando una oportunidad para crecer y mejorar sus estrategias, y para que puedan adquirir un mayor valor institucional. Ésta es la dirección en la que se mueve nuestro mundo; cuanto antes se adapten, mejor les irá.
Y una indicación final: los recursos son escasos, y los solicitantes muchos. Ustedes deciden. ¡Ah! Y recuerden: si su proyecto dejara de recibir apoyos por nuestra parte, no crean que se trata de algo personal: son tan sólo negocios. Como en la película “El Padrino”, pienso…
En los pasillos, los representantes de las OSC nos cruzamos miradas resignadas. Más trabajo, qué le vamos a hacer, comentan algunos. El dinero manda, dicen otros: es el precio que hay que pagar para obtener los recursos necesarios para seguir existiendo en esta sociedad desigual, que reparte un mínimo de sus sobrantes de forma celosa y exigente. A cambio de valor, eficacia, y resultados. Verificables, por supuesto. La filantropía ha muerto: viva la eficacia empresarial.
Este artículo lo escribe desde la Ciudad de México Pablo Cirujeda. Puedes leer otros testimonios de su experiencia allí en SUS BLOGPOSTS