Sea por instinto maternal, o por sentido de la responsabilidad, o por sufrir en carnes propias el sufrimiento y la marginalidad, en Meki, como en casi cada rincón del mundo, las mujeres son las que, sin perder la esperanza, están siempre ahí, junto a sus hijos pase lo que pase, y atendiendo a ancianos y enfermos.
Para ellas es normal trabajar a pleno sol para dar de comer a los suyos, trabajar en el campo, cargar fardos pesados de leña largas distancias y llegar a casa cansadas, pero con ganas de acariciar a sus hijos y hablarles con cariño.
Socialmente suelen estar relegadas al tercer puesto, después de los hombres y los niños, a cambio ellas son las primeras en trabajar y las últimas en descansar.
Las mujeres, con cada uno de sus gestos, son un ejemplo admirable. En Meki, esta realidad dura, e injusta que viven las mujeres se convierte en historia. Una historia personal a veces incomprensiblemente simple, pero siempre dura. Historias con nombre propio que se hacen más llevaderas cuando se comparten. Así lo hemos podido comprobar en Meki con Tigist, Emabet, Hanan, Membere y Wiftuserá, cinco mujeres extraordinarias con las que trabajamos y aprendemos cada día en el nuevo centro de formación de mujeres Kidist Mariam.
Tigist, no aguantó la presión, no quería jugar el papel de “mujer” que le asignaba una sociedad machista. No tenía alternativa, dejó los estudios y se escapó de su casa. El destino fatídico, e irónicamente macabro le forzó a dedicarse a la prostitución. Pero su infortunio, su caída a un pozo sin fondo, no le apagó su fe. Una fe a la que se aferraba con esperanza. Y esa fe, esa esperanza necesaria para poder andar incluso en los momentos más oscuros, la llevo a la iglesia. Y allí, la vimos, la encontramos, nos encontró, y la invitamos a venir al centro. Y la historia tomó un nuevo rumbo, no solo la de ella, sino la de nosotras que la conocimos. Ahora la vemos disfrutando con sus clases de cocina y vislumbrando un futuro más digno para ganarse la vida. El primer pan que Tsigit horneó se lo regaló a su familia.
Emabet no escapó de su familia porque apenas conocía a gente que podía llamarle como tal. Pero tampoco acabó sus estudios. La urgencia no tiene tiempo para dedicarse al saber. Emabet malvivía con trabajos esporádicos en la construcción. Era usual verla cargando arena, pintando paredes o enderezando clavos. Ahora es una de las alumnas de costura de nuestro centro, practica lo que aprende en clase cosiendo la ropa que necesita para su hijo de tres años, y el que está ya por nacer.
Hanan se ha apuntado al curso de pintura, no, no la plástica sino la de brocha gorda. No es fácil que las mujeres etíopes rompan las convenciones sociales y ella se ha atrevido. Y subiendo escaleras para pintar paredes y techos y cargando pinturas de un lado a otro está, quizás sin ella saberlo, pintado una sociedad de un color distinto. Con lo que está aprendiendo y su determinación estamos seguros que será capaz de labrarse un futuro.
Membere en cambio es la madraza del grupo. A parte, también es la profesora de cocina. Siempre está de buen humor y dando consejos adecuados a sus alumnas. Fue idea suya empezar a vender las especias y condimentos que preparan en las clases de cocina para aderezar los platos etíopes, gracias a su iniciativa el proyecto está empezando a generar ingresos de forma modesta. Algunos dirían que ella es el espíritu del centro.
Wiftuserá era maestra. Un aparatoso accidente en un carro de caballos le destrozó las piernas y también su carrera docente. Pero literalmente se levantó, y ahora ya puede caminar. Sus alumnas son ahora las mujeres del centro que no saben leer ni escribir. Una de ellas dijo emocionada que Wiftuserá había enseñado a leer a sus hijos, y que ahora le iba a enseñar también a ella.
Todas ellas se habían visto antes pero ha sido ahora cuando han podido conocerse. Poco se parecen entre ellas, pero sí tienen en común la sonrisa con la que siempre te reciben, su honestidad, su valentía, su empeño constante en mejorar día a día, y sus ganas de apoyarse mutuamente y ayudar a los demás. Ahora pueden compartir experiencias, tienen sueños comunes y algunas ya han empezado a pensar en cómo organizarse entre ellas para crear sus propios negocios o cooperativas.
En ello estamos, y aunque todavía es largo el camino que nos queda por recorrer, desde el centro Kidist Mariam seguimos avanzando juntas con el paso firme de todas estas mujeres.