Creer en las personas es nuestro lema, por eso llevamos 35 años apoyando proyectos de promoción humana en países en vías de desarrollo.
Es natural, y bueno, que nos planteemos qué hemos aprendido a lo largo de este tiempo. ¿Qué nos han enseñado estas tres décadas largas en el mundo de la cooperación? ¿Cómo han evolucionado nuestras convicciones a partir del contacto con las diversas realidades en las que hemos invertido esfuerzos y entusiasmo? ¿Qué lecciones nos han dejado los pequeños éxitos y fracasos vividos en lugares tan distintos entre sí como Kenia, Bolivia, Etiopía, México, la República Dominicana o Colombia?
Aquí quisiéramos apuntar sencillamente una de estas lecciones, algo de lo que estamos convencidos y sin lo cual toda nuestra labor sería difícil de comprender. No es patrimonio nuestro, pues afortunadamente muchos comparten esta misma certeza. Se trata de uno de los ejes principales de nuestro trabajo: la convicción de que en todo proyecto el primer paso debe ser confiar en la capacidad de aquellos con quienes colaboramos. Es decir, que lo primero es creer en las personas. Es la perspectiva que lo cambia todo, que nos permite actuar sin paternalismos estériles, que nos impide creernos los únicos protagonistas de la acción y que mejor defiende la buena marcha de nuestros esfuerzos.
En efecto: el primer paso debe ser el descubrimiento admirado de lo que ya tienen, saben y pueden llevar a cabo aquellos a los que queremos ayudar. Las realidades donde incidimos atraviesan dificultades enormes, pero eso no significa que las personas con quienes cooperamos no tengan también herramientas propias para ir superando sus problemas. Es más: si no estuviéramos dispuestos a confiar en la capacidad de las comunidades con quienes trabajamos, seguramente lo mejor sería retirarnos discretamente antes de poner en marcha dinámicas malsanas donde Nuevos Caminos o sus contrapartes locales pretendieran imponer el desarrollo “a pesar” de aquellos a quienes el desarrollo iba a beneficiar. Eso sería un sinsentido, y a la larga proyectos iniciados con este espíritu estarían condenados al fracaso.
Hemos aprendido que comunicar y transmitir esta confianza en las personas es la mejor manera de lograr que los proyectos lleguen a buen puerto. Porque cuando, por el contrario, lo primero que se manifiesta es duda o escepticismo en las habilidades de los demás, las dificultades se multiplican. Se cumple así en el ámbito de los proyectos de desarrollo lo mismo que en el de las relaciones interpersonales: que uno a menudo cosecha lo que sembró. Si iniciamos una relación sembrando desconfianza, probablemente cosecharemos distancia y frialdad; si de entrada manifestamos seguridad y cercanía hacia el otro, será mucho más fácil que la amistad florezca.
Naturalmente, es importante subrayar que no estamos hablando de creer en aquellos con quienes cooperamos sólo porque esta actitud da frutos prácticos, lo cual por otra parte es cierto, como si de una estrategia se tratara. Ni tampoco es la confianza sólo el resultado de un convencimiento moral asumido a priori en la valía de cada ser humano, lo cual naturalmente también creemos. Más allá de su sentido práctico y de su justificación ética, nuestra confianza en aquellos que encontramos se basa en que realmente son merecedores de ella: ver sólo sus limitaciones sería, en definitiva, hacer una lectura equivocada de la realidad. Con otras palabas: no se trata de ver en ellos capacidades imaginadas porque nos gustaría que las tuvieran, sino de descubrir sus talentos reales que efectivamente poseen. De modo que nuestra tarea inicial no es preguntarnos qué podemos hacer nosotros ante la necesidad de tal o cual aldea o familia o comunidad rural, sino preguntarnos cómo podemos potenciar las capacidades que sus integrantes (que allá están y allá seguirán cuando Nuevos Caminos termine su proyecto) ya tienen.
Quizá a más de uno lo dicho hasta aquí le suene un poco a demagogia, pues es verdad que a veces el potencial de las personas con quienes nos encontramos es limitado, afectadas como están por pobreza endémica, hambre o enfermedad, sistemas educativos pésimos o condiciones de vida deplorables. No podemos ser ingenuos. Hay contextos, se nos puede replicar entonces, en los que la única solución es trabajar para el desarrollo sin contar con la población local. A nosotros, a pesar de reconocer que hay entornos muy duros y complejos, esta postura nos parece peligrosa y equivocada. Peligrosa porque esconde, entre otras, una semilla de soberbia en quien la adopta, y abre las puertas a aquel paternalismo pasado de moda y estéril del que hablábamos más arriba. Y equivocada por partida triple: en primer lugar como estrategia (si se nos permite usar de nuevo el término), porque quien siembra desconfianza cosechará desconfianza y no hay peor inicio para un empeño comunitario que cuestionar la capacidad de los actores para llevar a cabo la obra. En segundo lugar, equivocada en sus principios éticos, porque es una perspectiva que niega de antemano el valor que tiene todo ser humano. Y equivocada en tercer lugar en su apreciación de la realidad, porque sencillamente es falso que existan contextos en que las personas carezcan completamente de potencial para su desarrollo.
En consecuencia, nosotros preferimos empezar sembrando confianza, creyendo siempre en las personas. Quisiéramos que ella fuera el rasgo común y permanente de nuestra forma de trabajar, sea donde sea que cooperemos.
Este artículo fue publicado originalmente en el número 34 de nuestra REVISTA.